sábado, 25 de julio de 2009

… en la madrugada de mis días…

 

II

“Pasamos eternas noches queriendo saber de lo eterno”

Desde el principio.

Así empezaremos ahora, desde el principio de las voces que me han formado, de esas voces antiguas que me criaron cerca de la tierra y del copal, de las mujeres de mi sangre, que con sangre, barro y llanto formaron al que ahora escribe.

Recuerdo una cocina y mi abuela grande rodeada de olores, su cara aún fuerte y surcada de dolor le enseñó a mis ojos a ser tristes. La tierra rodeándome.

Mi abuela canta mientras se mece en la hamaca, me canta y yo estoy en sus brazos, le escucho y su voz se pierde en los oscuros de mi infancia. Veo sus pequeños ojos, claros como la miel, viéndome, siguiéndome, hasta que me encierra entre sus sueños; soy el sueño de mi abuela, de la señora grande, de la señora fuerte, de manos pequeñas y de gran espíritu.

Mi madre joven fue madre. Allí, así, esa pequeña mujer diome al mundo entre montañas, y sola, sola me entrego a su vida y me hizo su vida, mi primer respiro fue su llanto, mi primer idea su soledad. Así la tercera de mi abuela fue sola bajo la lluvia, fue sola en los valles lejos de su tierra, así nací ya desterrado.

Fidencia vieja fue origen. Mujer desde la niñez, creció entre ríos, se hizo entre ríos… Y fue la otra de otro y fue sola sin otro; tuvo blanca leche como hija, más el barro  le emanaba por la piel, era barro mismo, tierra misma… tierra vieja de un valle bajo el agua, tierra vuelta lodo. Lodo de mi sangre.

Leche fue desde niña, hija de una niña, fue madre cuando niña. Sodelva ¿qué sabía del amor? Y dio siete amores y de sus siete amores el primero fue su más triste amor.  El rencor de su madre y de su abuela se atraganto en su vientre, sus siete amores, sus siete odios. Delgada mujer, blanca y frágil que serpientes dejo en su tierra.

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